RELATO
EL RECADERO
Paso a paso, sus botas iban dejando huellas en el barro. Se encontraba en una ciénaga, rodeado de pequeños arbustos y troncos sin vida. El cielo estaba cubierto de nubes y soplaba una brisa con olor a podredumbre, por las aguas estancadas… y a ocre. Saboreó este último olor, claro indicio de un derramamiento de sangre cercano. Un rayo iluminó el cielo y acto seguido, un trueno resonó con furia.
El paladín percibió que sus pisadas levantaban unas pequeñas volutas de polvo, en lugar salpicar debido al agua, y que no hacían ruido.
- Curioso -dijo para sí mismo Konger-. Muy curioso.
Siguió avanzando con paso firme y decidido hacia su objetivo, que ya era claramente visible. La partida de exploración de orcos estaba frente a él, a unos 300 metros de distancia, y estaba compuesta por diez orcos, extrañamente esbeltos, que habían asaltado una caravana de mercaderes, asesinándolos a todos. Al contrario de lo que es habitual en la conducta de los orcos, en lugar de destrozarlo todo, mancillar los cadáveres y pelearse por el botín, estaban todos frente a él, mirándolo y esperando pacientemente. Casi daba la impresión de que estaban situados en formación.
- Curioso - volvió a repetir Konger, entrecerrando los ojos.
El asalto sorpresa no era ya posible, por lo que el guerrero siguió avanzando hacia los orcos que lo esperaban, sin prisa pero con absoluta determinación.
A unos cien metros de los orcos, desenvainó su espada con la mano derecha y calibró su peso y equilibrio.
En ese momento recordó al pequeño grupo de hombres que le seguían de cerca y miró de reojo hacia atrás. Allí estaban. No eran sus compañeros de armas, ni sus camaradas, ni sus aliados. De hecho, no eran ni sus iguales… eran simples bárbaros. Sencillos humanos violentos acostumbrados a atacar en grupo. Konger los despreciaba. Eran cobardes que solo encontraban el valor si tenían superioridad numérica. Los odiaba. Los odiaba igual que a todos los humanos. Los odiaba igual que a todos los orcos, a los enanos, a los elfos… odiaba a todos los seres, vivos y no vivos. Él era Konger, “El Marcado”, elegido del caos, bendecido y favorecido por los cuatro dioses. Apuñalaría, mataría y desmembraría a todos los seres si pudiera. Arrasaría la tierra, aniquilaría a…
De repente Konger se detuvo, y con él, el grupo de bárbaros que llevaba detrás. Respiró profundamente y pensó “Khorne no te gobierna. Tú decides. Tú diriges. Aprovecha sus regalos, pero no caigas en su trampa”. Su rabia se calmó y fue nuevamente dueño de sus actos, aunque se guardó para sí mismo la fuerza, la ira y la furia asesina que le regalaba Khorne. Su experiencia le decía que la iba a necesitar para el enfrentamiento que iba a producirse.
Respiró de nuevo. En ese instante tuvo una idea que le hizo sonreír. Cuando acabara con los orcos, les explicaría su idea a los bárbaros. Ellos no reirían, claro, pero esta tierra es dura y traicionera.
Los orcos seguían observándolo. Estaban a unos 50 metros de distancia y él no quería hacerlos esperar, así que, súbitamente, comenzó a correr hacia ellos, alzando la espada y convirtiendo sus pasos en una carrera llena de rabia y de violencia desatada.
El choque contra el primer orco fue brutal. Golpeó con su hombro el escudo del piel verde aunque fue éste el primero que consiguió golpear con su espada. “El Marcado” detuvo con facilidad el golpe con su brazo izquierdo (lo que provocó una expresión de sorpresa en la cara del orco) y asestó, casi al unísono, un golpe descendente diagonal que alcanzó al orco en el hombro, desgarrándolo casi hasta la ingle.
El segundo orco se abalanzó rápidamente sobre Konger, dirigiendo una estocada contra su pecho. El guerrero del caos realizó una rápida finta y, casi perezosamente, descargó su propia espada contra el bajo vientre del orco, que cayó sujetándose los intestinos que asomaban por la atroz herida.
Al darse la vuelta buscando a otro rival, se encontró con dos orcos que atacaban al unísono. El primer orco realizó un movimiento semicircular con su espada, buscando las piernas del guerrero, mientras que el segundo optó por un golpe perpendicular dirigido a su cabeza. Konger giró ágilmente sobre sus talones, como una bailarina, esquivando grácilmente el ataque dirigido contra su cabeza, aunque siendo golpeado por la espada dirigida a sus piernas. Apenas unas décimas de segundo después, la espada del paladín del caos trazó una trayectoria ominosa que golpeó las cabezas de ambos orcos. No fue un corte limpio sino brutal, por lo que ambas cabezas fueron desgarradas en una lluvia de huesos, sangre y masa encefálica.
En ese punto, hubo unos segundos de espera. Los rivales se estudiaban.
Los seis orcos que quedaban en pie estaban comprobando que su oponente era formidable y, claramente, no habían pasado por alto que habían golpeado con sus espadas el brazo y las piernas del guerrero del caos y no habían ni tan siquiera arañado su negra armadura. “El Marcado”, viendo esa duda en los ojos de los pieles verde, golpeó levemente con su espada en la armadura, produciendo un sonoro ruido metálico.
- Regalo del jodido Khorne- dijo mientras guiñaba un ojo.
Konger también estaba sopesando a sus enemigos. Por un lado, sabía que su superioridad física y táctica era abrumadora, pero algo le extrañaba. A pesar de sus habilidades mejoradas por las bendiciones de los dioses del caos, a pesar de las batallas y de la experiencia, los cuatro orcos, uno por uno, habían logrado golpearle primero.
Ciertamente, no había sido difícil repelerlos primero y abatirlos después… pero los cuatro le habían golpeado primero.
- Muy curioso – dijo Konger, entrecerrando los ojos.
Él había vivido muchos años y había participado en innumerables batallas. Algo había cambiado en el mundo. Antes, en ese momento del combate, posiblemente sus rivales hubiesen huido despavoridos al ser superados por su brutalidad. Ahora era diferente. Lo sentía en la tierra, lo notaba en el aire. Ahora, a pesar de las bajas sufridas, si los rivales eran más numerosos que él, solían permanecer en el combate, imperturbables, impasibles.
Pensándolo bien, en realidad él lo prefería así. Le gustaba matar y era mucho más satisfactorio hacerlo en combate que persiguiendo al enemigo.
Los orcos, no solo no huyeron, sino que rodearon al guerrero del caos de manera coordinada. El que parecía el jefe extrajo una larga daga de su cinto, mostró su mágico brillo verde y dijo con voz gutural “Gorko”.
El paladín del caos sonrió, acercó la cruz de la espada a su rostro e inclinó su cabeza como muestra de respeto y agradecimiento.
El combate se reanudó, aunque menos de diez segundos después cuatro orcos habían muerto y uno se retorcía en el suelo gravemente herido.
En esta ocasión, los cinco orcos también consiguieron golpear en primer lugar al paladín del caos, pero él ya lo había previsto, por lo que sus respuestas fueron devastadoras. Los cuerpos de los orcos yacían deshechos a sus pies, el suelo de la ciénaga estaba teñido de rojo (¿de rojo?... curioso) y había miembros, vísceras y rostros inertes con expresiones de terror en el suelo. El orco herido había perdido la mano que empuñaba la espada y una pierna a partir de la rodilla. En un ataque de precisión quirúrgica, Konger lo había herido gravemente pero le había dado posibilidades de vivir. Le gustaba dejar algún superviviente que contara lo que había sucedido. Así aumentaba su épica leyenda. Además, si el superviviente estaba mutilado, el primer capítulo de esta historia se contaba solo.
Konger estaba disfrutando de la mañana, eso estaba claro. Y todavía no había hablado con sus amigos los bárbaros del caos, que no se habían movido de donde estaban y miraban el combate con una mezcla de admiración y miedo. Los orcos, extrañamente altos y ágiles, por el contrario, estaban resultando unos valientes. Habían luchado con honor y estaban muriendo con honor.
La espada del paladín del caos, bañada en sangre, se deleitaba con el sufrimiento y el dolor de los muertos… y con el terror que provocaba en los vivos. “Aunque no lo parezca, Slaanesh es un dios muy cabrón también”, pensó Konger con una sonrisa, agradeciendo el regalo en forma de espada reliquia.
El jefe orco aún seguía vivo y dudaba si atacar o correr para salvarse. “El Marcado” percibió la vacilación del jefe, por lo que él mismo cargó para evitar una huida. El jefe orco golpeó primero (“Puto orco. Llevo toda la mañana así. ¿Estoy muy lento hoy? Tal vez me estoy haciendo viejo” pensó), pero a esas alturas del combate su rabia estaba ya tan desbocada, que Konger no hizo ni el ademán de esquivar el golpe. La estocada del jefe orco le hizo un enorme tajo en el cuello y, milésimas de segundo después, el paladín del caos alcanzó al jefe orco en un movimiento extremadamente rápido y brutal, paralelo al suelo, que cortó al orco por la mitad a la altura de la cintura, yendo la parte superior y la inferior hacia trayectorias diferentes.
La herida que Konger tenía en el cuello era tan profunda que casi le había cercenado la cabeza.
Con su último hálito de vida, el jefe orco aulló de dolor y dijo en su lengua:
- He conseguido lo que miles no han podido. He acabado con Konger, “el Marcado por los dioses”.
El viejo paladín del caos, que hablaba muchas lenguas, miró al orco y le enseñó su propia herida. El corte era descomunal. De ella no manaba sangre a borbotones, sino una sustancia espesa y negra, que, tal como salía del cuerpo, cerraba la herida.
Los ojos del orco, vidriosos, miraron con incredulidad.
- Nurgle - dijo Konger, señalándose la herida ya cerrada. Acto seguido, soltó una estruendosa carcajada.
Por respeto, se quedó junto al jefe orco hasta que expiró y justo después miró a los bárbaros del caos. No dijo nada, pero los bárbaros comprendieron que ninguno volvería ese día del pantano…
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En ese momento Konger despertó. No estaba en el pantano, no llevaba la espada en la mano, no estaba cubierto de sangre y no estaba a punto de acabar con la vida de esos cobardes bárbaros. Estaba en un catre, con una hoguera cerca, A su alrededor un campamento de guerreros del caos dormía y las estrellas brillaban en el cielo. Había sido un sueño. Otro más.
De todos, ése era el peor regalo. Odiaba a Tzeentch sobre todos los dioses del caos. Odiaba su manipulación, odiaba su guía. Alardeaba ante enemigos y aliados de los regalos que le habían hecho los dioses oscuros, pero nunca le había hablado a nadie del regalo de Tzeentch. Para él, no era un don, era una maldición. Era su condena.
Se levantó aunque aún no hubiera amanecido y se encontró con un grupo de exploradores que iba a seguir un rastro cerca del campamento. Ellos no le pidieron que los acompañara, pero él lo hizo de todos modos. Sabía que tenía que hacerlo. Sabía que era su destino. Su espada le transmitió que los exploradores le tenían miedo. No entendían que Konger “El Marcado por los Dioses” les acompañara en aquel rastreo anodino.
Paso a paso, sus botas iban dejando huellas en la arena amarilla. Se encontraban en una zona desértica, rodeado de matorrales. Aún era de noche y el cielo estaba despejado. Soplaba una brisa con un olor aromático, por unas flores cercanas… y a ocre. Saboreó este último olor, claro indicio de un derramamiento de sangre cercano. No había nubes, y sin embargo, un rayo iluminó el cielo y acto seguido, un trueno resonó con furia. Los vellos de la espalda se le erizaron.
El guerrero de caos percibió que sus pisadas levantaban unas pequeñas volutas de polvo en el suelo arenoso del desierto. Sonrió con el recuerdo del sueño aún fresco en su mente. Como siempre, todo era igual, aunque todo era diferente.
- Puto Tzeentch -dijo para sí mismo-. Cómo te odio.
Siguió avanzando con paso firme y decidido hacia su objetivo, que ya era claramente visible. Los altos elfos habían acabado con otro grupo de exploradores del caos y, debido a sus magníficos sentidos agudizados, lo habían visto acercarse desde muy lejos. Lo esperaron en formación, con brillantes armaduras y mostrando unas magníficas espadas.
- ¿Elfos? – dijo Konger – Ahora entiendo que los orcos fueran tan ágiles y que siempre me golpearan primero. No estoy tan lento después de todo.
Exceptuando por algunos pequeños cambios y matices, todo se desarrolló como en el sueño. El enfrentamiento fue un baile feroz, brutal y sangriento… pero él ya conocía todos los pasos.
Como en su sueño, solo quedó un elfo cruelmente mutilado para contar lo sucedido esa mañana. Ningún bárbaro regresó.
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Cuando el viejo paladín del caos volvió al campamento, llevaba consigo un puñal de Asuryan que brillaba con una mágica luz azul. Había cumplido lo que Tzeentch le había pedido. Estaba cansado. No eran las batallas (muchísimas), ni los muertos (incontables). Eran los sueños. Esos malditos sueños que lo torturaban y que le obligaban a cumplir los deseos del Dios del Cambio. Acabar con un héroe, recuperar una reliquia, arrasar una aldea…
Los planes de Tzeentch estaban fuera del entendimiento de Konger, pero estaba claro que le tocaba a él llevarlos a cabo.
En todos estos siglos, había rechazado cuatro veces la ascensión a Príncipe Demonio. Uno a uno, había rechazado el mayor regalo que cada uno de los cuatro dioses podía ofrecer, porque él no quería ser inmortal. Disfrutaba de la batalla, disfrutaba arrebatando vidas… y no había emoción si no había riesgo de morir.
Su vida se había alargado mucho más allá de lo humanamente posible. Su habilidad marcial era legendaria. Sus hazañas eran cantadas por los juglares y atemorizaban aldeas enteras. Podría decirse que todo era perfecto: usaba los regalos que los dioses del caos le otorgaban y era dueño de su destino… la mayor parte del tiempo.
De todos los dioses del caos, al que más odiaba era a Tzeentch. Sencillamente, odiaba ser su recadero.
RETO PINCELES
ELFOS OSCUROS
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